- Esto se
está tornando difícil – dijo luego de un pequeño silencio.
- ¿Qué cosa? –
pregunté. Suspiró y pasó las manos por su cabello rizado.
- Me dije a
mi mismo que trataría de no interferir en tu vida, que intentaría no cruzarme
contigo para… no hacer todo más complicado. Y mira, he salido solo dos veces y
en la segunda ya estoy aquí, tomando un té junto a ti, con unas ganas
sobrehumanas de decirte que me muero por volver a besarte, me muero por
estrecharte bajo mis sábanas y hacer que te olvides hasta de tu nombre – le dio
un sorbo a su té y me miró detalladamente. Mi mano estaba peligrosamente cerca
de la suya, rápidamente la alejó. –
Quizás no debería estar aquí, creo que debo irme –antes de que pudiera decir
una palabra más, me adelanté.
- No, tú
debías estar aquí. ¿Cuáles eran las posibilidades de que ambos nos cruzáramos
en el mismo café? Eso es porque yo estaba pensando en ti y tú… tú también
pensabas en mí. Y elegimos este lugar – él se paró. Yo dejé el dinero del té
sobre la mesa y fui tras él. A mitad de cuadra lo detuve.
- Camila – me
espetó, y me sostuvo fuertemente – No pienses que no quiero esto, es más hasta
creo que lo quiero más que tú. He pasado cada minuto prisionero en ese estúpido
barco, pensando en ti, en Michael, pero él ni siquiera me reconoce. No puedes
pedirme que acepte eso. Tampoco puedes pedirme que volvamos a estar juntos, que
olvidemos todo lo que hemos vivido durante el tiempo que estuvimos separados y simplemente
estemos juntos de vuelta. He visto cosas, he vivido cosas. Tengo pesadillas
todas las noches y cuándo me despierto, te busco y no estás. Pero no es fácil.
Vuelve con Max, elimíname de tu vida. Es más cómodo así. Yo ya estoy roto.
- Pero quiero
arreglarte – le susurré, apoyando mi frente en su pecho. El nudo en mi garganta
se convirtió en un torbellino, arrasando con todo lo que estuviera a su paso.
Las lágrimas brotaron de mis ojos sin mi permiso y Jay, en un débil intento de
consolarme, apoyó sus labios en mi cabeza, dejando un dulce beso.
- Me pregunto
si alguna vez sabré reconfortarte cuando lloras – dijo, aludiendo a lo que
siempre me decía, que era inútil al momento de ayudar a una mujer que llora.
- Solo
continua abrazándome y calla – musité yo, y él volvió a reir.
Cuando llegué
a casa, me encontré con una imagen adorablemente falsa. Es decir, aquella imagen
era real, pero los sentimientos no.
Mike se
encontraba sobre el regazo de Max, él, por su parte, sostenía un libro y leía
atentamente.
- Oh, aquí
estas – dijo - ¿Seguimos mañana, campeón? – le preguntó a Mike, quién asintió
con la cabeza y corrió hacia mí.
- ¡Mami! –
exclamó y me dio un abrazo, yo lo alcé –
Nick está enfermo, vomitó to-o-o-do su cuarto – me contó mientras reía - Su madre llamó a casa y Max fue a buscarme.
- Oh, gracias
– dirigí mi mirada a Max y él asintió con la cabeza, aceptando mi
agradecimiento - ¿Qué hacían antes de que yo llegara? – pregunté dejando a Mike
en el piso. Pese a que aún era pequeño, no era tan fácil de cargar como antes.
- Max me leía
un cuento, era sobre un hombre en un bote que era rodeado por cocodrilos –
rascó su cabeza y continuó – me recuerdaron al cocodrilo del tatuaje de tu amigo
Jay – tragué saliva sonoramente.
- ¿Te
recordaron al tatuaje? – lo corregí - Bueno, es un lagarto, en realidad, pero
son similares – pasé a su lado y arremoliné su cabello, que volvió exactamente
su forma original. Aquellos rulos eran igual de revoltosos que los de su padre
- ¿Entonces, qué quieren comer? – pregunté para cambiar velozmente de tema y
Max comenzó a hacerle cosquillas a Mike
para que aceptara comer pasta, en vez de las hamburguesas que tanto deseaba el
pequeño.
En silencio
me dediqué a preparar la salsa. Estaba tratando de abrir un frasco – luchando con
él, mejor dicho – cuando Max se acercó a la cocina y lo tomó de mis manos.
- Deja que te
ayude – dijo en un tono de voz tranquilo. Lo abrió en un santiamén y me lo
entregó - ¿Podemos hablar ahora? – dejé salir todo el aire de mis pulmones
fuertemente hacia afuera, resignada.
- No sé de
qué quieres hablar. ¿Dices que me amas? Maravilloso, yo no lo creo. – Volvió a
observarme con esa mirada acusadora que había utilizado esta tarde – En serio,
Max. Somos gente grande, y yo no soy tonta.
Haciendo un
molesto sonido con la boca se alejó de mí, pero cuando estaba por pasar el
marco de la puerta, se volvió y clavó sus ojos en mí tan fuertemente que, si
las miradas mataran, yo ya estaría muerta.
- ¡Lo querría
si pudiera tener un orgasmo estando contigo! – le dije en un tono alto, pero no
lo suficiente como para que se escuchara escaleras arriba.
- Eso es
porque piensas en el estúpido marinero que eligió ir la guerra antes que a ti.
Ahora comprendo por qué – arrojé la cuchara dentro del lavabo y, furiosa, me
acerqué a darle una cachetada. Antes de que mi mano impactara en su cara, la
detuvo fuertemente.
- Me lastimas
– farfullé.
- Solo porque
tú trataste de lastimarme antes – comentó con voz aterciopelada – Nunca fuiste
del tipo violento, ¿qué se está cruzando por tu cabecita? – preguntó y acarició
mi mejilla con su mano libre.
- Solo me
quieres para dar un buen ejemplo, para ser el macho alfa con la esposa sumisa –
escupí las palabras a su cara.
- Bueno… esa
es una buena manera de definirlo. Simplemente creo que, al ser yo el que te
salvó de tu vida llena de mierda, merezco algo de respeto, ¿no es así?
- Jamás me
has levantado la mano, Max, pero sin embargo eres como todos esos cobardes.
Hieres, y luego tratas de taparlo con un ramo de rosas. Me lastimaste
psicológicamente durante años – mi voz se quebró. Conseguí zafarme de su agarre
y, dando un paso hacia atrás, continué – y yo… yo me acostumbré tanto que ya ni
las rosas esperaba. Pero esto se acabó, Max. Se acabó.
Me di media
vuelta y, en el mismo silencio que antes, continué haciendo la salsa.
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