17 de diciembre de 2012

Personal Soldier: Capítulo 8


- Esto se está tornando difícil – dijo luego de un pequeño silencio.

- ¿Qué cosa? – pregunté. Suspiró y pasó las manos por su cabello rizado.

- Me dije a mi mismo que trataría de no interferir en tu vida, que intentaría no cruzarme contigo para… no hacer todo más complicado. Y mira, he salido solo dos veces y en la segunda ya estoy aquí, tomando un té junto a ti, con unas ganas sobrehumanas de decirte que me muero por volver a besarte, me muero por estrecharte bajo mis sábanas y hacer que te olvides hasta de tu nombre – le dio un sorbo a su té y me miró detalladamente. Mi mano estaba peligrosamente cerca de la suya, rápidamente la alejó.  – Quizás no debería estar aquí, creo que debo irme –antes de que pudiera decir una palabra más, me adelanté.

- No, tú debías estar aquí. ¿Cuáles eran las posibilidades de que ambos nos cruzáramos en el mismo café? Eso es porque yo estaba pensando en ti y tú… tú también pensabas en mí. Y elegimos este lugar – él se paró. Yo dejé el dinero del té sobre la mesa y fui tras él. A mitad de cuadra lo detuve.

- Camila – me espetó, y me sostuvo fuertemente – No pienses que no quiero esto, es más hasta creo que lo quiero más que tú. He pasado cada minuto prisionero en ese estúpido barco, pensando en ti, en Michael, pero él ni siquiera me reconoce. No puedes pedirme que acepte eso. Tampoco puedes pedirme que volvamos a estar juntos, que olvidemos todo lo que hemos vivido durante el tiempo que estuvimos separados y simplemente estemos juntos de vuelta. He visto cosas, he vivido cosas. Tengo pesadillas todas las noches y cuándo me despierto, te busco y no estás. Pero no es fácil. Vuelve con Max, elimíname de tu vida. Es más cómodo así. Yo ya estoy roto.

- Pero quiero arreglarte – le susurré, apoyando mi frente en su pecho. El nudo en mi garganta se convirtió en un torbellino, arrasando con todo lo que estuviera a su paso. Las lágrimas brotaron de mis ojos sin mi permiso y Jay, en un débil intento de consolarme, apoyó sus labios en mi cabeza, dejando un dulce beso.

- Me pregunto si alguna vez sabré reconfortarte cuando lloras – dijo, aludiendo a lo que siempre me decía, que era inútil al momento de ayudar a una mujer que llora.

- Solo continua abrazándome y calla – musité yo, y él volvió a reir.



Cuando llegué a casa, me encontré con una imagen adorablemente falsa. Es decir, aquella imagen era real, pero los sentimientos no.

Mike se encontraba sobre el regazo de Max, él, por su parte, sostenía un libro y leía atentamente.

- Oh, aquí estas – dijo - ¿Seguimos mañana, campeón? – le preguntó a Mike, quién asintió con la cabeza y corrió hacia mí.

- ¡Mami! – exclamó y me dio un abrazo, yo lo alcé  – Nick está enfermo, vomitó to-o-o-do su cuarto – me contó mientras reía -  Su madre llamó a casa y Max fue a buscarme.

- Oh, gracias – dirigí mi mirada a Max y él asintió con la cabeza, aceptando mi agradecimiento - ¿Qué hacían antes de que yo llegara? – pregunté dejando a Mike en el piso. Pese a que aún era pequeño, no era tan fácil de cargar como antes.

- Max me leía un cuento, era sobre un hombre en un bote que era rodeado por cocodrilos – rascó su cabeza y continuó – me recuerdaron al cocodrilo del tatuaje de tu amigo Jay – tragué saliva sonoramente.

- ¿Te recordaron al tatuaje? – lo corregí - Bueno, es un lagarto, en realidad, pero son similares – pasé a su lado y arremoliné su cabello, que volvió exactamente su forma original. Aquellos rulos eran igual de revoltosos que los de su padre - ¿Entonces, qué quieren comer? – pregunté para cambiar velozmente de tema y Max comenzó a hacerle cosquillas a  Mike para que aceptara comer pasta, en vez de las hamburguesas que tanto deseaba el pequeño.

En silencio me dediqué a preparar la salsa. Estaba tratando de abrir un frasco – luchando con él, mejor dicho – cuando Max se acercó a la cocina y lo tomó de mis manos.

- Deja que te ayude – dijo en un tono de voz tranquilo. Lo abrió en un santiamén y me lo entregó  - ¿Podemos hablar ahora? – dejé salir todo el aire de mis pulmones fuertemente hacia afuera, resignada.

- No sé de qué quieres hablar. ¿Dices que me amas? Maravilloso, yo no lo creo. – Volvió a observarme con esa mirada acusadora que había utilizado esta tarde – En serio, Max. Somos gente grande, y yo no soy tonta.

Haciendo un molesto sonido con la boca se alejó de mí, pero cuando estaba por pasar el marco de la puerta, se volvió y clavó sus ojos en mí tan fuertemente que, si las miradas mataran, yo ya estaría muerta. 

- Dicen que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Bueno, yo quiero que sepas que acabo de darme cuenta de lo que tengo y no quiero perderlo. No quiero perderte. – poso sus dedos índice y pulgar en el puente de su nariz por un instante y continuó – No sé por qué lo haces tan difícil, no sé por qué no puedes creerme – en sus ojos se notaba una furia que iba creciendo - ¡Si no te quisiera no me hubiera quedado contigo! ¡Me hubiera divorciado y hubiera conseguido una esposa que quisiera por lo menos tener sexo una vez a la semana!

- ¡Lo querría si pudiera tener un orgasmo estando contigo! – le dije en un tono alto, pero no lo suficiente como para que se escuchara escaleras arriba.

- Eso es porque piensas en el estúpido marinero que eligió ir la guerra antes que a ti. Ahora comprendo por qué – arrojé la cuchara dentro del lavabo y, furiosa, me acerqué a darle una cachetada. Antes de que mi mano impactara en su cara, la detuvo fuertemente.

- Me lastimas – farfullé.

- Solo porque tú trataste de lastimarme antes – comentó con voz aterciopelada – Nunca fuiste del tipo violento, ¿qué se está cruzando por tu cabecita? – preguntó y acarició mi mejilla con su mano libre.

- Solo me quieres para dar un buen ejemplo, para ser el macho alfa con la esposa sumisa – escupí las palabras a su cara.

- Bueno… esa es una buena manera de definirlo. Simplemente creo que, al ser yo el que te salvó de tu vida llena de mierda, merezco algo de respeto, ¿no es así?

- Jamás me has levantado la mano, Max, pero sin embargo eres como todos esos cobardes. Hieres, y luego tratas de taparlo con un ramo de rosas. Me lastimaste psicológicamente durante años – mi voz se quebró. Conseguí zafarme de su agarre y, dando un paso hacia atrás, continué – y yo… yo me acostumbré tanto que ya ni las rosas esperaba. Pero esto se acabó, Max. Se acabó.

Me di media vuelta y, en el mismo silencio que antes, continué haciendo la salsa.

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