La noche
había llegado. Mike estaba utilizando una camisa a cuadrillé de colores
celeste, negro y gris. Un pantaloncito negro y zapatillas a juego. Él había
elegido toda su ropa.
- Wow – atiné
a decir cuando lo vi bajar las escaleras – Te ves precioso, Michael.
- ¡Ay, mamá! –
exclamó con las mejillas rojas, y fue corriendo a la puerta, esperando a que la
abra.
Ni bien cerré
la puerta coloqué las llaves en mi bolso y salimos. Estaba nerviosa, más que
eso, estaba eufórica.
Era extraño
lo que sentía. Quería verlo, claramente quería verlo, pero al mismo tiempo no
podía permitir que él estuviera allí. ¿Cómo se lo explicaría a Mike?
Conduje en
silencio hasta la casa de Maureen, quién nos recibió con un cálido y largo
abrazo. Miré dentro de la casa. Era espaciosa y muy bonita. Pese a su gran
tamaño, daba la sensación de ser un hogar acogedor
.
Mientras
Michael y yo mirábamos dibujos animados, Maureen me llamó y dijo que necesitaba
mi ayuda en la cocina. Dejando un beso sobre la cabeza de mi hijo, me paré y
dirigí mis pasos hacia allí.
Mi cerebro
comenzó a maquinar cien mil maneras de escapar de esa conversación incómoda que
seguramente tendríamos, pero ninguna parecía lo suficientemente buena como para
no ser descartada. “Inútil cerebro”
pensé para mí misma.
Cuando abrí
la puerta, me encontré con una versión de Maureen muy diferente a la que me
imaginé. Se encontraba sentada en una silla, con las manos sobre su rostro y el
cuerpo rígido como roca.
- ¿Me necesitaba?
– pregunté cordialmente, y ella levantó la cabeza.
- En
realidad, querida, necesitamos hablar – su cuerpo abandonó la silla y comenzó a
pasearse por la cocina, como si quisiera encontrar las palabras adecuadas para
decir – Tienes que decirle a Mike que Jay está vivo.
- Lo sé, lo
sé. Créame que lo sé. Voy a hacerlo, pero no ahora. Simplemente deme algo de
tiempo. – contesté precipitadamente, tomando poco aire entre palabra y palabra.
- Si no lo haces
pronto, Jay lo hará por ti. No sabes lo que está sufriendo. Necesita ver a su
hijo, Camila – respondió ella severa, pero a su vez con una tierna mirada en
los ojos.
- ¡No! –
exclamé – ¡No puede decírselo! ¡Y si lo hace, tiene que hacerlo conmigo! ¡Tenemos
que estar juntos en ese momento! – estaba a punto de colapsar. Sentía mi pulso
acelerado.
- Calma,
Camila. Dios mío – dijo ella estrechándome entre sus brazos – Era simplemente
una forma de decir, él jamás haría algo que tú no quieras.
- Jay, ¿dónde
está? ¿Dónde se hospeda? Necesito hablar con él pronto – la cara de mi suegra
se contrajo, no estaba muy segura si responder a esa pregunta – Prometo no
hacer nada de lo que luego me arrepienta – le aseguré.
- Está en el
hotel Cleveland. Habitación 102. Estaba viviendo aquí pero cuando se enteró que
traería a Mike armó sus maletas y se fue enfurecido. No sé si será capaz de
perdonarte el hecho de que jamás le hayas mostrado una foto de él…
Lentamente,
se fue instalando un nudo en mi garganta que me dificultaba respirar. Y una
sensación de pena invadió todo mi cuerpo. Había sido mala madre y mala esposa.
¡Debía haberle hecho frente a mis sentimientos y mostrarle una foto a Michael!
Pero no, fuí tan cobarde que no quise desenterrar el pasado. Tenía asco de mí
misma. Últimamente tenía asco de todo.
- ¡Má! ¡Abue!
¡Tengo hambréeeeeeeeeeeeee! – gritó Mike desde el comedor, y se echó a reir.
Yo, por mi
parte, salí de la cocina algo aturdida. Maureen, salió intacta, como si la
conversación no hubiera tenido lugar. Sonriendo con sus estupendos dientes blancos.
Era una mujer destacable. Su hijo había ‘’muerto” y ella jamás se dejó vencer por
la depresión y el dolor. La admiraba, quería ser como ella.
La cena
transcurrió de maravillas. Habíamos comido ravioles caseros y eran deliciosos.
De postre, helado de menta, mi favorito.
Mientras
transcurría la hora, me ofrecí a lavar los platos y demás chucherías que habían
quedado sobre la mesa. Lo hice de forma silenciosa. Estos últimos tiempos, todo
lo hacía así. No tenía ganas de hablar ni cantar.
Tomé mi
bolso, mi celular y, no sin antes abrazar fuertemente a Mike, partí hacia mi
hogar. El pequeño me había rogado aproximadamente 20 minutos seguidos que lo
dejara quedarse a dormir ya que su abuela se iría a la tarde del día siguiente.
No iba a estar presente en su cumpleaños ya que tenía pactado un viaje y no
podía cambiar la fecha. Para compensarlo, había organizado esta cena.
Al principio,
Mike no estaba muy contento, pero luego de hablarlo accedió, y hoy se la había
pasado genial. Ese niño amaba estar con su abuela.
Conduje a
casa concentrada únicamente en el camino. Mis pensamientos divagaban por el
espacio en mi cabeza, que empezaba a doler.
“Algunos dicen que si se piensa demasiado, el cerebro puede explotar” me
decía siempre Jay cuando sobreanalizaba alguna situación, y nunca fallaba en
hacerme reír y despreocuparme un poco.
Guardé el
auto en el garaje, y dirigí mis pasos hacia la cocina. Quería tomar una
aspirina, algo de agua e irme directamente a la cama… corrección, directamente
al sofá.
Desde que Max
y yo habíamos peleado, había instalado mi cama en el sofá. No pensaba compartir
la cama con un hombre como aquél. Era gracioso porque pese a que el sofá era
incómodo, me sentía más a gusto en él. Sentía que fingía menos, que no estaba
tratando de vivir un amor que nunca sería.
Mientras
caminaba en la completa oscuridad que era mi casa, tratando de no toparme con
los muebles, oí un ruido escaleras arriba. Las subí agarrada de la barandilla
procurando no caerme, y oí con mayor claridad. Era un ruido bastante
reconocible.
- Hola,
Maxie, ¿cómo te la estás pasando? ¿Y tú, Jennifer? De seguro desfrutas del sexo
duro y sin sentimientos, o al menos eso expresa tu cara – dije fríamente, pero
a la vez, enfurecida. Lo había atrapado en el acto.
Cerré la puerta
de NUESTRA habitación y seguí a mi instinto. Sin saber muy bien por qué, mis pies
me dirigieron al auto. Abrí el portón, y apreté reversa para salir de una vez
de esa maldita casa.
Afuera llovía
como si el mundo estuviera a punto de acabarse, con suerte si veía el camino.
Apreté el acelerador. Actuaba de forma inconsciente. Y cuando por fin frené en algún
lugar, estaba en el estacionamiento de un hotel.
El hotel
Cleveland, y me encontraba apretando el botón del ascensor para subir al
departamento 102.
“¡Bravo, eh!
Eres una idiota” me insulté a mí misma. ¿Qué hacía ahí y por qué razón no
quería irme? ¿Por qué no me detuve? En vez de eso, toqué la puerta frenéticamente,
entrando en un estado deplorable.
Un río de
lágrimas recorría mi rostro cuando Jay abrió la puerta semidesnudo y me abrazó
con todas sus fuerzas.
- Lo vi, Jay.
A Max, con otra mujer. Nunca lo había visto antes… bueno, en realidad sí pero
nunca teniendo… ¡No sé qué hacer! – expresé finalmente y continué llorando
sobre su pecho.
El calor que
emitía su cuerpo me decía que había estado durmiendo y que mis golpeteos lo
habían despertado. Inútilmente trataba de calmarme acariciando mi espalda, lo
que ponía todos mis sentidos alerta.
Intentó cerrar la puerta, pero no lo logró,
por lo cual me despegué de él para permitirle hacerlo.
Aquel fue el
momento en el que me di cuenta de que estaba en la habitación de Jay, él tenía
los pantalones sin abrochar a punto de caerse de sus caderas y su torso estaba
desnudo. Pasó las manos por sus ojos y su cabello y me miró detenidamente.
- Estas…
estas empapada – me dijo con una voz áspera que reconocí. Era la misma voz que
tenía por las mañanas – y es la 1:30 de la mañana. ¿Qué ha pasado? – me preguntó
y tomó mi mano para que me sentara en una silla que allí había. Él se sentó a
mi lado.
- Max me
engaña, Jay. Y eso ya lo sabía, lo que
me ha afectado tanto es que lo haya hecho… en nuestra cama. En el lugar a donde
hemos dormido juntos todo este tiempo – Jay cerró los ojos.
- ¿Podrías no
recordarme eso? – yo reí, él también. Mis ojos se clavaron en su pecho desnudo.
En la forma en la que una de las gotas que se escurrieron de mi cabello,
viajaba por toda su contextura, recorriendo sus abdominales - ¿Disculpa, te
distrae demasiado? Porque puedo ponerme una playera si lo necesitas – mis mejillas
se pusieron totalmente rojas mientras él reía ampliamente. Siempre había tenido
buen humor, incluso aunque lo despertara del sueño.
- No necesito
que te tapes – le contesté yo, mordiéndome el labio inferior mientras sonreía –
Lo que necesito es que me dejes quedarme aquí – en sus ojos apareció la duda.
Su mandíbula se tensó y comenzó a jugar nerviosamente con sus manos – Olvídalo,
Jay. Puedo ir a lo de tu madre, Mike está durmiendo allí – había comenzado a
caminar hacia la puerta cuando él se levantó.
- ¡No,
quédate! – tiró de mi brazo evitando que me fuera – Pasemos la noche juntos –
puedo jurar que mi corazón se paró por un instante, aunque sé que eso sería
físicamente imposible. La respiración se me aceleró y un calor comenzó a subir
desde mis pies hasta mi cabeza – Quiero decir, tú duermes en mi cama y yo puedo
tirarme en un pequeño sofá.
- Enséñame tu
cuarto – le ordené, y él no pudo evitar sonreír de lado, captando el doble
sentido de la oración.
Pese a que
fuera algo decepcionante el hecho de no dormir con él, era lo más cerca que
habíamos estado desde su desaparición. Dormiríamos juntos, en la misma
habitación, por lo menos.
- Debería
darte algo de ropa seca, estas empapada. Buscaré también una toalla para tu
pelo.
Ni bien dijo
esto, se marchó a buscar una toalla y yo, me quedé sola en la habitación. La
recorrí con mis ojos y me concentré en la chaqueta de cuero que se encontraba a
los pies de la cama en la que estaba sentada. La tomé e inspiré fuertemente su
perfume. Así debía oler el cielo. Era una esencia que olía a perfume y a virilidad.
Era masculina y me aceleraba el pulso el simple hecho de sentirla otra vez.
Dejé la
chaqueta en su lugar justo cuando Jay entró al cuarto con una toalla. Me la
entregó y se dirigió a rebuscar en su bolso algo para darme. Los músculos de su
espalda se movían mientras él buscaba una remera para reemplazar la que yo tenía puesta.
- Bingo –
musitó y me sacó de mi embelesamiento – No es mucho pero algo es algo, y al menos está seca.
Con una
sonrisa me entregó la remera y un pantalón corto. Estaba a punto de irse del
cuarto cuando lo detuve.
- No tienes
que irte, simplemente alcanza con darte vuelta – él asintió volviendo a tragar
saliva y se volteó.
Me saqué la
ropa totalmente mojada y de reojo, pude ver cómo me observaba. Sentía su mirada
paseando por todo mi cuerpo. Soltó un pequeño suspiro.
- Ya puedes
darte vuelta – dije, aunque sabía que no iba a tener que moverse un centímetro –
Creo que no voy a necesitar estos pantalones, la camiseta tapa lo suficiente –
Él rió.
- Siempre has
sido así de pequeña.
- ¡Oye! –
exclamé y revoleé los pantalones a su cara – Ubícate – le dije enojada. Aunque
realmente ambos sabíamos que estaba bromeando – Jay, voy a dormir en el sofá y
tú dormirás en tu propia cama, me he vuelto buena en esto.
- ¿En dormir
en sofás? – dijo sin comprender.
- ¿En dónde
crees que he dormido últimamente? Pelee con Max hace algunos días y no pensaba
compartir la cama con él, así que me instalé en mi sala de estar.
Repentinamente
se acercó a abrazarme, posando su barbilla en mi cabeza.
- ¿Entiendes
por qué quiero estar contigo ahora? – Él tomó mi mentón con su mano, haciendo
que lo mirara a los ojos y depositó un suave beso en mi frente como despedida.
Sorprendida
como estaba, armé mi cama en el pequeño sofá y cerré rápidamente los ojos.
Estaba muy, muy cansada, pero sin embargo mi corazón latía a mil por segundo, y
esa sensación de calor todavía estaba en mi cuerpo. ¡Parecía una adolescente
hormonal, joder! Sin darme cuenta, me dormí.
Un grito fue
lo que me despertó en la madrugada, a eso de las 4:00 am. Pude ver que Jay
estaba sentado en su cama, su pecho subía
y bajaba frenéticamente y por su frente rodaban gotas de sudor.
- ¿Estás
bien? – dije preocupada levantándome y sentándome junto a él.
- Solo ha
sido una pesadilla, vuelve a dormir, Cami – dijo sonriendo, tratando de
calmarme. Estaba yo más asustada que él.
Durante el
lapso de media hora, mi cerebro debatía entre dos cosas. Giré, tratando de
dormir de lado. Miré el techo, tratando de aburrirme tanto que eventualmente me
dormiría. Aplasté mi cabeza con la almohada pero nada funcionaba, por eso elegí
hacer lo que quería hacer, y no lo que debía.
A paso
sigiloso, ingresé mi cuerpo en la cálida cama de Jay, procurando no
despertarlo. Él, al notar los movimientos, abrió un poco los ojos,
encontrándose con mi anatomía ocupando un trozo de su cama. Sin negarse, se acopló conmigo, como si estuviéramos hechos el uno para el otro, y pasó
su brazo por mi cintura, pegándome a su cuerpo, que emanaba su perfume.