23 de diciembre de 2012

Personal Soldier: Capítulo 9.


Mal.

Era la única palabra que describía como había estado últimamente. Mi vida se había vuelto una locura sin solución, y las cosas se estaban saliendo de mis manos. Tenía solamente 26 años, ¿cómo se suponía que iba a poder manejar esto? Tenía un pequeño hijo que cuidar, no podía permitirme entrar en alguna clase de depresión estúpida.

En una semana sería el cumpleaños de Michael por lo cual estaba doblemente estresada. Organizar una fiesta de cumpleaños es bastante horrible cuando no tienes ganas de levantarte por las mañanas.

Cuando me casé con Max, él me había prometido que yo no tendría que trabajar, que él nos mantendría a los dos, pero seriamente estaba pensando en conseguir un trabajo, aunque sea algo pequeño, porque el simple hecho de estar todo el día en la casa me asfixiaba.

El único momento en el que me sentía bien era cuando escuchaba la adorable voz de Mike llamándome escaleras abajo, anunciando que había vuelto del colegio.



El día Martes comenzó – al igual que todos los demás – bastante horrible. El dueño del lugar en donde se realizaría el cumpleaños había llamado, alegando que necesitaba la presencia de alguno de nosotros cuando colocaran las mesas. Yo me ofrecí pero él dijo que debía ser Max el que presenciara el acomodamiento del lugar dado que la reserva estaba a su nombre.

De mala manera me dirigí al baño. Me delineé los ojos, coloqué algo de máscara en mis pestañas y solté mi cabello. Luego, elegí mi ropa más abrigada y salí hacia las frías calles de Londres. Jeans ajustados pero no demasiado, botas al estilo de polista y un cómodo sweater de lana color crema, acompañado por un abrigo camel que llegaba casi hasta mis rodillas.

Había decidido caminar para respirar un poco de aire fresco, y además para despejarme, lo cual falló miserablemente. Caminar el silencio me daba la ambientación perfecta como para destruirme a mí misma solo con pensamientos.

Cuando llegué al edificio mi nariz estaba algo roja y mi pelo algo despeinado. Subí el ascensor y marqué el piso 4. Me había jurado varias veces que no volvería a ese sitio, después de encontrar a Max con una de sus secretarias, sin embargo esto era importante. No lo hacía por mí, sino por mi hijo.

Cuando llegué, toqué la puerta deliberadamente. Una muchacha rubia, que nunca había visto antes, me abrió.

- Hola, mi nombre es Jennifer, ¿Qué necesita? – preguntó con fingida amabilidad, dando el discurso que debía darle a toda la gente que tocaba la puerta de Sr. George.

- Hola, Jennifer. Mi nombre es Camila, soy la esposa de Max – dentro del pequeño cerebro de Jennifer, miles de pensamientos se estaban acumulando. Podía verlo por la forma en la que me observaba – Necesitaría hablar con él – concluí mientras ella tragaba saliva y me abría la puerta, dejándome ingresar.

Cuando Max me vio allí, sus ojos se abrieron como platos. Soltó la pila de papeles que tenía en sus brazos y me miró seriamente. Mi corazón se aceleró. Su mirada, esa forma de clavarle los ojos a la gente como si se tratara de trozos de carne sin vida, me ponía los pelos de punta.

- ¿Qué haces aquí? – preguntó acercándose a mí.

- Ne… Necesito que me ayudes – ni bien pronuncié aquellas palabras me arrepentí totalmente. ¿Yo pidiéndole ayuda a Max George? Oh no – Bah, no es ayuda. Necesito que llames a Lighthouse y les digas que tengo permiso para organizar el orden de las mesas y demás cosas. Te necesitan y sé que estás trabajando.

- Perfecto. Ahora mismo lo hago. ¿Puedes irte ya? Jennifer puede acompañarte a la puerta – miró a la joven y le sonrió.

En ese mismo instante comprendí todo. Jennifer era una de las nuevas recepcionistas. Rubia, alta, delgada, con la piel perfecta, ojos verdes que iluminarían todo el lugar aunque no hubiera luz y acompañados por un buen par de pestañas falsas. Era otra de las amantes de Max, probablemente.

Me retiré sin decir una palabra y con un simple gesto rechacé la compañía de Jenni, como lo había escuchado llamarla cuando puse un pie fuera de su estúpida y mal decorada oficina.

Bajé con el elevador, crucé el hall del edificio y me largué lo más rápido que pude, sintiendo como mi autoestima rozaba cada vez más el piso.

¿Cómo era posible que Max viviera así? ¿Acaso no tenía remordimiento cuando se acostaba con todas y cada una de las mujeres de su estudio? Me daba asco. No, asco no, me repugnaba. Definitivamente lo odiaba y estaba segura que era uno de los peores hombres parados sobre el planeta tierra – en realidad  no lo es, pero así se sentía –

Miré el reloj. 11:00 am. Todavía faltaban 4 horas para que Mike saliera del colegio, pero tampoco quería volver a casa. Por esa razón elegí hacer lo que más me gustaba hacer cuando estaba enojada con Max.

Reventar sus tarjetas de crédito.

¿Infantil, no? Pero me hacía sentir totalmente liberada. Fui al centro comercial más cercano y me decidí a comprar todo lo que me pareciera lindo.

Unos bellos zapatos negros con un taco ligeramente alto de Louboutin. Un vestido Dolce & Gabbana que hacía juego con un par de aros, una hermosa cartera de cuero marrón de Louis Vuitton y un perfume Chanel N° 5. ¡Oh, y como olvidar mis maravillosos anteojos de sol Dior!

Llegué a casa exhausta. Coloqué todas las bolsas en el piso y me senté un momento en mi cama. Había olvidado por qué había dejado de hacer esta clase de compras compulsivas, y era por el remordimiento  y la vergüenza hacia mí misma que sentía. Yo no era así, pero no encontraba mejor forma de sacarle provecho a mi espantoso matrimonio. ¿Si Max tenía dinero, por qué no gastarlo?

Silenciosamente guardé mis nuevas compras en el armario. Me coloqué mis anteojos nuevos, ya que el sol había empezado a brillar y salí a buscar a Mike al colegio.

Se alegró mucho de verme allí, ya que estaba acostumbrado a que el autobús escolar lo fuera a buscar  y lo dejara en la puerta de casa. Corrió hacia mí y me abrazó.

- Lindos lentes, má – comentó con una pequeña sonrisa de costado y yo le acaricié los rulos.

- Gracias, Mike, me alegra que te gusten.

El pequeño rio y comenzó a contarme con un entusiasmo maravilloso todo lo que había hecho en el colegio. También nombró lo feliz que estaba de ir a cenar hoy con la abuela…

- ¡La cena con la abuela! – grité en voz alta y pude sentir la mano de Mike sobresaltarse entre la mía.

- ¿Lo habías olvidado? – preguntó risueño y yo asentí.

Me entraron unas repentinas ganas de llorar. ¿Cómo iba a explicarle a Mike que Jay estaba viviendo con su abuela? Aunque a lo mejor no se había instalado allí, quizás simplemente se había instalado en un hotel.

Mi corazón comenzó a latir tan rápido que pensé que se saldría de mi cuerpo.

Cuando llegamos a casa, le hice cereales con leche a Mike, que decía que tenía tanta hambre que sería capaz de comerse a un toro. Antes de terminarse el tazón, estaba dormido en el sofá. Había hecho demasiadas cosas en el colegio.

Lo tapé con una manta y me quedé observándolo dormir, tan parecido a su padre, con unas pequeñas pequitas en sus mejillas.

¿Cómo haría para explicarle todo? ¿Cuándo lo haría? Lo único que deseaba era que eso no arruinara la maravillosa relación que teníamos.

No quería perderlo de la misma forma en la que había perdido a su padre y me había perdido a mí misma.

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