Mal.
Era la única
palabra que describía como había estado últimamente. Mi vida se había vuelto
una locura sin solución, y las cosas se estaban saliendo de mis manos. Tenía
solamente 26 años, ¿cómo se suponía que iba a poder manejar esto? Tenía un
pequeño hijo que cuidar, no podía permitirme entrar en alguna clase de
depresión estúpida.
En una semana
sería el cumpleaños de Michael por lo cual estaba doblemente estresada.
Organizar una fiesta de cumpleaños es bastante horrible cuando no tienes ganas
de levantarte por las mañanas.
Cuando me
casé con Max, él me había prometido que yo no tendría que trabajar, que él nos
mantendría a los dos, pero seriamente estaba pensando en conseguir un trabajo,
aunque sea algo pequeño, porque el simple hecho de estar todo el día en la casa
me asfixiaba.
El único
momento en el que me sentía bien era cuando escuchaba la adorable voz de Mike
llamándome escaleras abajo, anunciando que había vuelto del colegio.
El día Martes
comenzó – al igual que todos los demás – bastante horrible. El dueño del lugar
en donde se realizaría el cumpleaños había llamado, alegando que necesitaba la
presencia de alguno de nosotros cuando colocaran las mesas. Yo me ofrecí pero
él dijo que debía ser Max el que presenciara el acomodamiento del lugar dado
que la reserva estaba a su nombre.
De mala manera
me dirigí al baño. Me delineé los ojos, coloqué algo de máscara en mis pestañas
y solté mi cabello. Luego, elegí mi ropa más abrigada y salí hacia las frías
calles de Londres. Jeans ajustados pero no demasiado, botas al estilo de
polista y un cómodo sweater de lana color crema, acompañado por un abrigo camel
que llegaba casi hasta mis rodillas.
Había
decidido caminar para respirar un poco de aire fresco, y además para
despejarme, lo cual falló miserablemente. Caminar el silencio me daba la
ambientación perfecta como para destruirme a mí misma solo con pensamientos.
Cuando llegué
al edificio mi nariz estaba algo roja y mi pelo algo despeinado. Subí el
ascensor y marqué el piso 4. Me había jurado varias veces que no volvería a ese
sitio, después de encontrar a Max con una de sus secretarias, sin embargo esto era
importante. No lo hacía por mí, sino por mi hijo.
Cuando
llegué, toqué la puerta deliberadamente. Una muchacha rubia, que nunca había
visto antes, me abrió.
- Hola, mi
nombre es Jennifer, ¿Qué necesita? – preguntó con fingida amabilidad, dando el
discurso que debía darle a toda la gente que tocaba la puerta de Sr. George.
- Hola,
Jennifer. Mi nombre es Camila, soy la esposa de Max – dentro del pequeño
cerebro de Jennifer, miles de pensamientos se estaban acumulando. Podía verlo
por la forma en la que me observaba – Necesitaría hablar con él – concluí mientras
ella tragaba saliva y me abría la puerta, dejándome ingresar.
Cuando Max me
vio allí, sus ojos se abrieron como platos. Soltó la pila de papeles que tenía
en sus brazos y me miró seriamente. Mi corazón se aceleró. Su mirada, esa forma
de clavarle los ojos a la gente como si se tratara de trozos de carne sin vida,
me ponía los pelos de punta.
- ¿Qué haces
aquí? – preguntó acercándose a mí.
- Ne…
Necesito que me ayudes – ni bien pronuncié aquellas palabras me arrepentí
totalmente. ¿Yo pidiéndole ayuda a Max George? Oh no – Bah, no es ayuda.
Necesito que llames a Lighthouse y les digas que tengo permiso para organizar
el orden de las mesas y demás cosas. Te necesitan y sé que estás trabajando.
- Perfecto.
Ahora mismo lo hago. ¿Puedes irte ya? Jennifer puede acompañarte a la puerta –
miró a la joven y le sonrió.
En ese mismo
instante comprendí todo. Jennifer era una de las nuevas recepcionistas. Rubia,
alta, delgada, con la piel perfecta, ojos verdes que iluminarían todo el lugar
aunque no hubiera luz y acompañados por un buen par de pestañas falsas. Era
otra de las amantes de Max, probablemente.
Me retiré sin
decir una palabra y con un simple gesto rechacé la compañía de Jenni, como lo
había escuchado llamarla cuando puse un pie fuera de su estúpida y mal decorada
oficina.
Bajé con el
elevador, crucé el hall del edificio y me largué lo más rápido que pude,
sintiendo como mi autoestima rozaba cada vez más el piso.
¿Cómo era posible
que Max viviera así? ¿Acaso no tenía remordimiento cuando se acostaba con todas
y cada una de las mujeres de su estudio? Me daba asco. No, asco no, me repugnaba.
Definitivamente lo odiaba y estaba segura que era uno de los peores hombres
parados sobre el planeta tierra – en realidad
no lo es, pero así se sentía –
Miré el
reloj. 11:00 am. Todavía faltaban 4 horas para que Mike saliera del colegio,
pero tampoco quería volver a casa. Por esa razón elegí hacer lo que más me
gustaba hacer cuando estaba enojada con Max.
Reventar sus
tarjetas de crédito.
¿Infantil,
no? Pero me hacía sentir totalmente liberada. Fui al centro comercial más
cercano y me decidí a comprar todo lo que me pareciera lindo.
Unos bellos
zapatos negros con un taco ligeramente alto de Louboutin. Un vestido Dolce
& Gabbana que hacía juego con un par de aros, una hermosa cartera de cuero
marrón de Louis Vuitton y un perfume Chanel N° 5. ¡Oh, y como olvidar mis maravillosos
anteojos de sol Dior!
Llegué a casa
exhausta. Coloqué todas las bolsas en el piso y me senté un momento en mi cama.
Había olvidado por qué había dejado de hacer esta clase de compras compulsivas,
y era por el remordimiento y la vergüenza
hacia mí misma que sentía. Yo no era así, pero no encontraba mejor forma de
sacarle provecho a mi espantoso matrimonio. ¿Si Max tenía dinero, por qué no
gastarlo?
Silenciosamente
guardé mis nuevas compras en el armario. Me coloqué mis anteojos nuevos, ya que
el sol había empezado a brillar y salí a buscar a Mike al colegio.
Se alegró
mucho de verme allí, ya que estaba acostumbrado a que el autobús escolar lo
fuera a buscar y lo dejara en la puerta de
casa. Corrió hacia mí y me abrazó.
- Lindos
lentes, má – comentó con una pequeña sonrisa de costado y yo le acaricié los
rulos.
- Gracias, Mike,
me alegra que te gusten.
El pequeño rio
y comenzó a contarme con un entusiasmo maravilloso todo lo que había hecho en
el colegio. También nombró lo feliz que estaba de ir a cenar hoy con la abuela…
- ¡La cena
con la abuela! – grité en voz alta y pude sentir la mano de Mike sobresaltarse entre la mía.
- ¿Lo habías
olvidado? – preguntó risueño y yo asentí.
Me entraron
unas repentinas ganas de llorar. ¿Cómo iba a explicarle a Mike que Jay estaba
viviendo con su abuela? Aunque a lo mejor no se había instalado allí, quizás simplemente
se había instalado en un hotel.
Mi corazón
comenzó a latir tan rápido que pensé que se saldría de mi cuerpo.
Cuando llegamos
a casa, le hice cereales con leche a Mike, que decía que tenía tanta hambre que
sería capaz de comerse a un toro. Antes de terminarse el tazón, estaba dormido
en el sofá. Había hecho demasiadas cosas en el colegio.
Lo tapé con
una manta y me quedé observándolo dormir, tan parecido a su padre, con unas
pequeñas pequitas en sus mejillas.
¿Cómo haría
para explicarle todo? ¿Cuándo lo haría? Lo único que deseaba era que eso no
arruinara la maravillosa relación que teníamos.
No quería
perderlo de la misma forma en la que había perdido a su padre y me había
perdido a mí misma.
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