La existencia
de Michael hacía feliz a Camila. La hacía inmensamente feliz, para ser exacto.
Mike era lo mejor que le había pasado en la vida, y era la única evidencia
física que quedaba de la existencia de Jay, lo cuál hacía que fuera más
especial.
La noche fue
dura. Había dormido en el sillón luego de la terrible pelea con Max, por lo
cuál cuando se levantó, con suerte si podía mover el cuello. Estaba
contracturada hasta las pestañas.
Silenciosamente
se despertó, quitando a Mike de su lado y cargándolo hacia su cuarto. Era domingo,
lo que le daba tiempo para darse una ducha y arreglarse, ya que Max no se
levantaría hasta aproximadamente las 12 y recién eran las 8 am.
Su estadía en
la ducha fue maravillosa. Estuvo aproximadamente una hora bajo el agua caliente
y tuvo tiempo para relajar sus tensos músculos, que agradecían el favor. Lo
único que no ayudó en absoluto fue que durante esa hora, tuvo el cerebro
desocupado, lo que le permitió pensar en todas aquellas cosas en las que nunca
se dejaba pensar. Por ejemplo: Jay. Siempre era así en estas fechas. El
sufrimiento no cesaba y, estaba segura, nunca iba a cesar. Tenía una brecha
abierta en su corazón y parecía que cada día de matrimonio con Max, dolía más.
Ardía, picaba, lastimaba.
Para cuando
recuperó la noción del tiempo eran las 9:20 am. No recordaba haberse sentado,
pero se encontró a si misma sentada en la bañera, abrazada a sus propias
rodillas. Llorando, por supuesto.
El silencio
en la cocina era atroz. Se había secado el cabello y se había vestido de forma
casual. Había encontrado la paz en ese silencio, pero el ruido de una silla
siendo arrastrada hacia atrás la sacó de su letargo.
- Hola – dijo
ella con voz calmada - ¿quieres algo de desayunar? – la nada misma fue la
respuesta - ¿No vas a hablarme hoy, Max? – continuó sin responder - ¡Qué maduro
de tu parte! – exteriorizó ella con el sarcasmo a flor de piel.
Mientras
secaba una taza anaranjada con un delantal de toalla, Max se acercó desde atrás
y pegando su cuerpo al de ella, tomó un pocillo de café de los que se encontraban
colgados en un exhibidor. También sacó una cuchara de plata del cajón de la
encimera y sirvió el café en su pequeño recipiente. El líquido marrón cayó dentro
y rompió con el tenso silencio que se había comenzado a formar por segunda vez.
Camila
suspiró.
Cuando el
pequeño Mike se despertó, Camila se encontraba revolviendo los cajones en busca
de una fuente para colocar las galletas que estaba preparando. Mike se le tiró
encima juguetón y provocó que tirara todo al piso. El estruendo de las ollas y
las risas hizo que Max, que se encontraba en el estudio, clamara por un poco de
silencio.
Tragando
saliva y contando hasta 10, evitó insultarlo de la peor forma que pudiera. Juntos,
Michael y ella, terminaron de hornear las galletas en forma de corazón,
estrellas y hombrecitos.
La tarde
estaba soleada, hermosa, por lo cuál la mamá de Jay telefoneó para decirle a
Camila que pasaría a buscar a Mike y lo llevaría al parque. Cuando el teléfono
sonó, lo contestó Max.
- La madre
del marinero vendrá a buscar al niño – comentó con desinterés bajando las
escaleras – Dice que lo llevará al parque – se sentó en el sofá y encendió el
televisor en el canal de fútbol.
- ¿La madre
del marinero?
Iracunda, subió la escalera como un rayo y se encerró en su
habitación. Con rabia comenzó a arrojar las almohadas por toda la habitación,
deshizo la cama a los tirones y pateó el pequeño sillón que se encontraba en el
cuarto. Al borde de un colapso, empujó su pequeña mesita de luz tirando también
un perfume de vidrio. Torpemente tropezó con el edredón rojo y su mejilla y sus
manos impactaron en el piso mojado, cortándose con los trozos de vidrio del
suelo.
- ¡Mierda,
mierda, mierda y más mierda! – gritó acurrucándose lentamente en el piso y
desarmándose en un llanto frenético. – Lo extraño tanto, tanto – susurraba para
si misma.
De pronto, el
timbre de la casa sonó, obligándola a pararse rápidamente, bajar las escaleras
y abrir la puerta así como estaba.
- ¿¡Camila,
qué ha pasado!? – preguntó preocupada su suegra… ex suergra.
- Oh nada, se
me ha caído un perfume y tropecé sobre los vidrios. Estoy bien. – tragó saliva
y gritó – Michael, tu abuela está aquí.
Como si
corriera a la velocidad del sonido, el niño apareció a su lado y abrazó
fuertemente a su abuela.
Ambos la saludaron con un beso en su mejilla sana y se
fueron.
A la media
hora, Max se fue también. Iba a ir con sus amigos a un bar a ver su tan
preciado partido mientras ella se quedaría en casa ordenando todo lo que había
causado en su habitación.
Por extraño
que sonara, se sentía liberada. Se había sofocado durante 7 años recién
cumplidos y se había prohibido incluso nombrarlo, pero ahora el nombre de Jay
se sentía… bien. Extrañaba la manera de pronunciarlo, extrañaba la voz con la
que lo decía, pero lo que más echaba de menos, era la forma en la que su
corazón latía fuerte cuando lo nombraba e, ilusamente, se lo imaginaba subiendo
la escalera, abriendo la puerta del cuarto y preguntando sutilmente << ¿qué? >>.
Una ráfaga de
viento abrió la puerta, que se volvió a cerrar con un golpe sordo.
- Jay… Jay,
Jay, Jay – repitió unas cuantas veces, y luego se dejó caer en el colchón aún
sin sábanas, en el que se durmió.
El timbre la
volvió a sacar de su ensimismamiento y algo aturdida por la reciente siesta,
bajó a abrirle a quién sea que estuviera allí.
Colocó la
llave en el cerrojo, le dio dos vueltas y con la mano en el picaporte, abrió.
Unos ojos
azules se encontraron con los de ella y, automáticamente, calló rendida al
suelo.
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