2 de diciembre de 2012

Personal Soldier: Capítulo 4.


La existencia de Michael hacía feliz a Camila. La hacía inmensamente feliz, para ser exacto. Mike era lo mejor que le había pasado en la vida, y era la única evidencia física que quedaba de la existencia de Jay, lo cuál hacía que fuera más especial.

La noche fue dura. Había dormido en el sillón luego de la terrible pelea con Max, por lo cuál cuando se levantó, con suerte si podía mover el cuello. Estaba contracturada hasta las pestañas.

Silenciosamente se despertó, quitando a Mike de su lado y cargándolo hacia su cuarto. Era domingo, lo que le daba tiempo para darse una ducha y arreglarse, ya que Max no se levantaría hasta aproximadamente las 12 y recién eran las 8 am.

Su estadía en la ducha fue maravillosa. Estuvo aproximadamente una hora bajo el agua caliente y tuvo tiempo para relajar sus tensos músculos, que agradecían el favor. Lo único que no ayudó en absoluto fue que durante esa hora, tuvo el cerebro desocupado, lo que le permitió pensar en todas aquellas cosas en las que nunca se dejaba pensar. Por ejemplo: Jay. Siempre era así en estas fechas. El sufrimiento no cesaba y, estaba segura, nunca iba a cesar. Tenía una brecha abierta en su corazón y parecía que cada día de matrimonio con Max, dolía más. Ardía, picaba, lastimaba.

Para cuando recuperó la noción del tiempo eran las 9:20 am. No recordaba haberse sentado, pero se encontró a si misma sentada en la bañera, abrazada a sus propias rodillas. Llorando, por supuesto.

El silencio en la cocina era atroz. Se había secado el cabello y se había vestido de forma casual. Había encontrado la paz en ese silencio, pero el ruido de una silla siendo arrastrada hacia atrás la sacó de su letargo.

- Hola – dijo ella con voz calmada - ¿quieres algo de desayunar? – la nada misma fue la respuesta - ¿No vas a hablarme hoy, Max? – continuó sin responder - ¡Qué maduro de tu parte! – exteriorizó ella con el sarcasmo a flor de piel.

Mientras secaba una taza anaranjada con un delantal de toalla, Max se acercó desde atrás y pegando su cuerpo al de ella, tomó un pocillo de café de los que se encontraban colgados en un exhibidor. También sacó una cuchara de plata del cajón de la encimera y sirvió el café en su pequeño recipiente. El líquido marrón cayó dentro y rompió con el tenso silencio que se había comenzado a formar por segunda vez.

Camila suspiró.

Cuando el pequeño Mike se despertó, Camila se encontraba revolviendo los cajones en busca de una fuente para colocar las galletas que estaba preparando. Mike se le tiró encima juguetón y provocó que tirara todo al piso. El estruendo de las ollas y las risas hizo que Max, que se encontraba en el estudio, clamara por un poco de silencio.

Tragando saliva y contando hasta 10, evitó insultarlo de la peor forma que pudiera. Juntos, Michael y ella, terminaron de hornear las galletas en forma de corazón, estrellas y hombrecitos.

La tarde estaba soleada, hermosa, por lo cuál la mamá de Jay telefoneó para decirle a Camila que pasaría a buscar a Mike y lo llevaría al parque. Cuando el teléfono sonó, lo contestó Max.

- La madre del marinero vendrá a buscar al niño – comentó con desinterés bajando las escaleras – Dice que lo llevará al parque – se sentó en el sofá y encendió el televisor en el canal de fútbol.

- ¿La madre del marinero? 

Iracunda, subió la escalera como un rayo y se encerró en su habitación. Con rabia comenzó a arrojar las almohadas por toda la habitación, deshizo la cama a los tirones y pateó el pequeño sillón que se encontraba en el cuarto. Al borde de un colapso, empujó su pequeña mesita de luz tirando también un perfume de vidrio. Torpemente tropezó con el edredón rojo y su mejilla y sus manos impactaron en el piso mojado, cortándose con los trozos de vidrio del suelo.

- ¡Mierda, mierda, mierda y más mierda! – gritó acurrucándose lentamente en el piso y desarmándose en un llanto frenético. – Lo extraño tanto, tanto – susurraba para si misma. 

De pronto, el timbre de la casa sonó, obligándola a pararse rápidamente, bajar las escaleras y abrir la puerta así como estaba.

- ¿¡Camila, qué ha pasado!? – preguntó preocupada su suegra… ex suergra.

- Oh nada, se me ha caído un perfume y tropecé sobre los vidrios. Estoy bien. – tragó saliva y gritó – Michael, tu abuela está aquí.

Como si corriera a la velocidad del sonido, el niño apareció a su lado y abrazó fuertemente a su abuela. 
Ambos la saludaron con un beso en su mejilla sana y se fueron.

A la media hora, Max se fue también. Iba a ir con sus amigos a un bar a ver su tan preciado partido mientras ella se quedaría en casa ordenando todo lo que había causado en su habitación.

Por extraño que sonara, se sentía liberada. Se había sofocado durante 7 años recién cumplidos y se había prohibido incluso nombrarlo, pero ahora el nombre de Jay se sentía… bien. Extrañaba la manera de pronunciarlo, extrañaba la voz con la que lo decía, pero lo que más echaba de menos, era la forma en la que su corazón latía fuerte cuando lo nombraba e, ilusamente, se lo imaginaba subiendo la escalera, abriendo la puerta del cuarto y preguntando sutilmente  << ¿qué? >>.

Una ráfaga de viento abrió la puerta, que se volvió a cerrar con un golpe sordo.

- Jay… Jay, Jay, Jay – repitió unas cuantas veces, y luego se dejó caer en el colchón aún sin sábanas, en el que se durmió.

El timbre la volvió a sacar de su ensimismamiento y algo aturdida por la reciente siesta, bajó a abrirle a quién sea que estuviera allí.

Colocó la llave en el cerrojo, le dio dos vueltas y con la mano en el picaporte, abrió.

Unos ojos azules se encontraron con los de ella y, automáticamente, calló rendida al suelo.

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